
NAVEGAR POR ESTRELLAS: CÓMO LOS VALORES MOLDEAN LA IDENTIDAD Y EL SENTIDO
Detente un momento y reflexiona sobre esta frase:
“Los valores son como las estrellas. No puedes tocarlas, pero puedes guiar tu vida por ellas.” – Søren Kierkegaard
¿Alguna vez te has detenido a observar cómo navegamos por la vida casi exclusivamente mediante coordenadas tangibles? Salarios, títulos, métricas de productividad, bienes materiales: todo lo que puede medirse, pesarse o contabilizarse ocupa el centro de nuestras decisiones. Pero ¿y aquello que no puede cuantificarse?
La metáfora de Kierkegaard sobre los valores como estrellas es más que poética: es una invitación a percibir que lo invisible es, paradójicamente, el verdadero cimiento de lo visible. Si los valores son astros intangibles, ¿por qué tantos insisten en construir sus existencias sobre terrenos inestables, ignorando la brújula interior que podría conducirlos hacia un suelo más firme?
¿Y si todo aquello que intentas controlar no fuese más que un intento desesperado de compensar la ausencia de dirección interna con un exceso de movimiento externo? Vivimos en una era que deifica el rendimiento, la conquista y la visibilidad —y, en ese escenario, lo invisible, aunque no menos esencial, corre el riesgo de ser olvidado.
Entre esas invisibilidades fundamentales están los valores. Y aquí no hablo de códigos morales impuestos o protocolos éticos forjados desde fuera, sino de anclas psíquicas profundas —principios estructurantes que sostienen nuestras decisiones, incluso cuando no los reconocemos conscientemente. Así como las estrellas guiaron a los navegantes durante siglos en noches sin horizonte, los valores son constelaciones internas que, aunque inalcanzables al tacto, nos devuelven el norte en medio del caos de la existencia.
Valores: no se ven, pero se sienten
Vivimos en una época que idolatra lo concreto. Las empresas traducen “éxito” en gráficos trimestrales, las relaciones se reducen a algoritmos de compatibilidad y hasta la felicidad ha sido domesticada como KPI. ¿El problema? Esta idolatría por lo tangible nos vuelve ciegos ante aquello que verdaderamente sostiene la experiencia humana: los valores.
En una investigación con líderes de organizaciones exponenciales, el 78% de las decisiones consideradas “estratégicas” fracasaron. ¿El motivo? No fue la ausencia de datos o herramientas. Fue el desalineamiento con los principios fundamentales que deberían haber orientado esas decisiones. Cuando la ganancia silencia la ética, o la eficiencia anula la empatía, el colapso no es una eventualidad: es una consecuencia anunciada.
Veamos, por ejemplo, el caso de Boeing y el escándalo del 737 MAX. Allí, la presión por el rendimiento financiero se impuso sobre las alertas técnicas y el sentido de responsabilidad moral. ¿El resultado? Tragedias, vidas perdidas y una fisura en la confianza institucional. Lo mismo se aplica al mundo personal: ¿cuántas personas conocemos que alcanzaron el éxito externo al costo del vaciamiento interno? Que, al priorizar lo visible, perdieron de vista lo esencial.
Durante las últimas décadas, la psicología conductual, la neurociencia y la filosofía existencial convergen en una constatación inequívoca: los valores no son accesorios de la vida psíquica, sino su columna vertebral. Son estructuras de coherencia que sostienen nuestra identidad a lo largo del tiempo. Mientras la mente moderna se dispersa entre estímulos y recompensas inmediatas, los valores operan como ejes de estabilidad —silenciosos, pero indispensables.
A diferencia de las metas, que tienen plazo y entrega, los valores no se conquistan; se viven. No son destinos, sino maneras de caminar. Ser honesto, por ejemplo, no es una meta a alcanzar, sino una forma de estar en el mundo. Empatía, responsabilidad, libertad, equidad: estos principios no caben en hojas de cálculo, pero moldean nuestras decisiones más profundas.
Los valores son brújulas éticas y afectivas. Apuntan al tipo de ser humano que deseamos ser, al tipo de relaciones que queremos cultivar y al impacto que deseamos dejar en el mundo. Cuando descuidamos nuestros valores, perdemos el norte. Y, muchas veces, empezamos a seguir mapas que no son nuestros —moldeados por expectativas sociales, modas corporativas o patrones que nada tienen que ver con nuestra esencia.
El cerebro valorativo: una ingeniería de la coherencia
El cerebro humano es una orquesta de patrones, y los valores funcionan como sus partituras invisibles: guías que economizan energía decisoria y sustentan la armonía interna. Mientras la mayoría piensa que los valores son abstracciones morales o idealizaciones filosóficas, la neurociencia revela: son estructuras neuronales, redes vivas moldeadas por repetición, afecto y experiencia.
Consideremos, por ejemplo, el papel de la amígdala y la corteza prefrontal: la primera actúa como un radar emocional, captando amenazas a la integridad psíquica —incluidos dilemas éticos que “huelen” a traición de uno mismo. Por su parte, la corteza prefrontal —especialmente su región ventromedial— es el maestro del alineamiento: pondera riesgos, evalúa impactos y, sobre todo, calcula la congruencia entre acción y significado. ¿En lenguaje simple? Responde a la pregunta que llevamos en silencio cada día: “¿Esto es coherente con quien soy?”
Y aquí reside una verdad desconcertante: vivir desalineado de los propios valores es habitar un cuerpo donde la brújula se ha vuelto loca —donde el norte desaparece y cada elección exige un esfuerzo que consume más de lo que entrega. Estudios de neurociencia afectiva revelan que el desalineamiento entre comportamiento y valor personal activa los mismos circuitos que el dolor físico. La incongruencia interna duele. Y más aún: corroe. La persona sonríe en reuniones, pero implosiona por dentro. La performance se mantiene, pero el alma se apaga.
Imaginemos a un ejecutivo que valora la colaboración, pero trabaja en una cultura organizacional basada en la competencia depredadora. Cumple, supera metas, es promovido —pero su mente está en estado de disonancia permanente. El cerebro reconoce el éxito, pero el corazón no lo celebra. ¿El resultado? Una erosión silenciosa del sentido. El sujeto continúa, pero deja de pertenecer a sí mismo.
Ese colapso motivacional, muchas veces diagnosticado superficialmente como burnout o “falta de propósito”, es, en esencia, un grito del sistema de valores. El organismo dice: “Estoy funcionando, pero he dejado de tener sentido.” Lo sentimos como apatía existencial, tedio que no se justifica, o una angustia difusa que ni Freud sabría nombrar —pero que grita entre líneas en nuestras decisiones cotidianas.
Cuando el sistema de recompensa (estatus, bienes, metas) entra en disonancia con el sistema de valores (sentido, autenticidad, pertenencia), el alma se adormece. El cuerpo ejecuta, pero el espíritu se silencia. La fiebre del rendimiento encubre la fragilidad del significado. Y la vida comienza a doler —no con estruendo, sino con ese tipo de silencio que solo los ojos cansados logran revelar.
Cuando el éxito no tiene aroma: la falacia del ideal externo
¿Cuántas veces has visto a un líder defender la transparencia como un valor innegociable, pero dudar en compartir una información incómoda para no incomodar a la directiva? ¿Cuántas veces alguien, en nombre del equilibrio entre vida personal y profesional, justificó noches de ausencia en el hogar por “urgencias” que, en el fondo, solo ocultaban desorganización o huida de sí mismo? La incoherencia cotidiana entre lo que se predica y lo que se vive es más que contradicción. Es erosión identitaria.
Esa disociación es el cáncer silencioso del alma contemporánea: corroe desde dentro, sin alarde, hasta que un día el espejo devuelve una imagen que ya no nos reconoce. Los valores no son eslóganes para la pared de la empresa ni frases prefabricadas en redes sociales. Solo se materializan cuando son habitados —en el silencio de las decisiones, en el trasfondo de las actitudes, en el detalle que nadie ve, pero que lo revela todo.
Un ejercicio inquietante: escribe tres valores que consideres centrales para tu identidad. Luego, revisa tus diez decisiones más importantes recientes. ¿Cuántas de ellas expresaron, de hecho, esos valores? Si la respuesta es tímida, quizás estés viviendo una versión editada —o peor, curada para agradar al algoritmo externo, pero desfigurada de tu verdad esencial.
La Delgada Línea entre el Valor y la Validación
La línea que separa el valor de la validación es delgada, pero decisiva. El mundo está lleno de personas ajustadas a las expectativas ajenas, pero desvinculadas de sí mismas. ¿Cuántas veces ajustaste tu discurso, tu postura, tus ambiciones, no por convicción, sino para encajar en un modelo idealizado de éxito? ¿Y cuántas veces, al hacerlo, sacrificaste silenciosamente la integridad que sustenta tu autenticidad?
Las organizaciones, entonces, se convierten en escenarios de una tragicomedia silenciosa: ejecutivos técnicamente brillantes, pero emocionalmente deshabitados; líderes aclamados externamente, que no consiguen encontrar sentido en sus propias victorias. Son protagonistas de historias premiadas, cuya autoría, sin embargo, nunca les perteneció realmente. Cumplieron objetivos, escalaron rankings, pero olvidaron preguntarse, en algún punto del trayecto: “¿Para qué todo esto?”
Ese vacío que se manifiesta en la cima de la escalera, muchas veces interpretado como crisis de la mediana edad, síndrome del impostor o “falta de motivación”, es, en realidad, una ausencia de verdad. Un desajuste entre la ruta y la brújula. Entre lo que se conquistó y lo que realmente importaba. El alma —siempre fiel a sí misma— susurra que algo se ha perdido, incluso cuando el mundo aplaude.
Y la verdad es esta: no hay rendimiento que sustituya la paz de vivir en coherencia con lo que uno es. El éxito, cuando no está alineado con el valor, se convierte en ruido. Puede ser celebrado externamente, pero por dentro huele a vacío. Porque el verdadero éxito —aquel que no exige máscaras ni anestesia— huele a pertenencia, sabe a congruencia y tiene textura de totalidad.
El Valor No Es Consenso — Es Esencia
En una era marcada por cambios exponenciales, donde las inteligencias artificiales no solo automatizan tareas sino que reconfiguran profesiones enteras, y las pandemias reescriben las reglas de la convivencia social, los valores emergen como las únicas constantes —los verdaderos algoritmos ancestrales de la existencia humana. Las técnicas, las modas y las herramientas se vuelven obsoletas con rapidez, pero principios fundamentales como la integridad, la resiliencia y la curiosidad permanecen: adaptables, perennes, como faros que iluminan el trayecto en mares turbulentos.
Empresas emblemáticas como Patagonia no alcanzaron relevancia por azar ni por mera planificación estratégica convencional. Orbitan con firmeza en torno a valores cristalinos —ya sea “salvar el planeta”, ya sea “expandir los límites de lo posible”. Esos valores actúan como fuerzas gravitacionales que atraen talentos, consumidores y socios cuya visión se alinea con esa misión profunda. Esto refuerza el poder del valor para crear ecosistemas sostenibles y comunidades comprometidas que van mucho más allá del lucro inmediato.
Sin embargo, nuestro tiempo también es escenario de una superposición ruidosa de opiniones, polarizaciones intensas y consensos efímeros, construidos más por conveniencia que por convicción. Es precisamente en este contexto donde la distinción entre valor y consenso se vuelve crucial. El valor no se decide por mayoría, ni se negocia con la aprobación social. El valor es una verdad íntima, singular y resistente —aquello que sostiene la coherencia incluso cuando nadie está mirando, incluso cuando el precio es la soledad.
Es en ese espacio, muchas veces solitario, donde habita el individuo ético —no el moralista rígido, sino aquel que, en silencio, actúa en conformidad con sus principios más profundos, independientemente de los aplausos o del reconocimiento. Porque comprender que vivir es, ante todo, un pacto sagrado con el propio corazón, constituye la esencia de la integridad existencial.
¿Y no es acaso esta la provocación que nos lanza Kierkegaard? Que los valores, aunque intangibles e inaccesibles al tacto, son absolutamente tangibles en sus efectos transformadores. Que, al igual que las estrellas, existen para ser observados, seguidos y contemplados, aunque jamás podamos sostenerlos entre las manos.
Reescribiendo Tu Cielo Personal: Cómo Mapear Tus Estrellas Guía
Transformar la provocación en acción no es solo un acto de voluntad, sino una ingeniería cuidadosa de la coherencia interna. Para ello, no basta con reconocer tus valores: es necesario practicarlos sistemáticamente en la vida cotidiana. A continuación, algunas estrategias prácticas, ancladas en saberes filosóficos, neurocientíficos y conductuales, para que puedas construir —o reconstruir— tu constelación personal:
• Excavación Filosófica: El Viaje del Porqué Profundo
Reserva un momento sagrado, lejos del ruido de las obligaciones, para responder a una pregunta que ya nos hicieron resonar Nietzsche y Kierkegaard: “¿Qué me haría seguir levantándome de la cama si mañana me quitaran todos los títulos, bienes y estatus?”
Esta pregunta no es un simple ejercicio existencial —es una herramienta neurocognitiva que activa la corteza prefrontal, estimulando el procesamiento profundo del sentido personal y fortaleciendo las redes neuronales asociadas a la motivación intrínseca.
Ejemplo práctico: Ana, ejecutiva de una multinacional, descubrió que, a pesar del cargo y el salario, su verdadero valor era la justicia y la transparencia. A partir de ese insight, empezó a liderar con mayor autenticidad, priorizando el diálogo abierto incluso ante conflictos difíciles —y descubrió que su equipo se comprometía con más profundidad.
• Prueba de Fuego: Las Decisiones como Brújula de Autenticidad
Cada decisión —desde aceptar una invitación social hasta una elección estratégica de carrera— puede ser filtrada con la pregunta: “¿Esta acción me acerca o me aleja de lo que he definido como esencial?”
Este filtro actúa como un “punto de control cognitivo” que refuerza la congruencia entre comportamiento y valores, reduciendo la disonancia cognitiva y los conflictos internos que generan estrés y agotamiento.
Ejemplo práctico: Juan, coach y emprendedor, comenzó a rechazar proyectos que, aunque rentables, iban en contra de su valor de equilibrio y bienestar. Con ello, además de preservar su salud mental, construyó una marca personal más sólida, basada en la autenticidad y el propósito.
• Contaminación Positiva: El Poder de la Influencia Ambiental
Los valores no florecen en aislamiento; se cultivan en ambientes y relaciones que los sostienen y desafían a crecer. La neurociencia social demuestra que somos moldeados por el efecto espejo —la corteza espejo refuerza hábitos y creencias al exponerse a grupos que expresan valores claros y coherentes.
Ejemplo práctico: Mariana, gerente de Recursos Humanos, decidió integrarse a grupos de líderes que priorizaban la ética y el desarrollo humano. Ese cambio de entorno le ayudó a rescatar su brújula ética, que se había desorientado en medio de la cultura corporativa tóxica donde trabajaba anteriormente.
Estas prácticas configuran un ciclo virtuoso de alineamiento entre el “ser” y el “hacer”. Ayudan a prevenir el desgaste psíquico causado por la incongruencia entre identidad y comportamiento, promoviendo resiliencia emocional y claridad de propósito.
Mapear tus estrellas guía es, por tanto, una invitación a la reinvención constante —un viaje que une ciencia y alma, razón y sentimiento— y que transforma no solo la forma en que tomas decisiones, sino la calidad misma de tu existencia.
Reaprender a Seguir lo Invisible
“Cuando olvidas tus propios valores, la vida puede ofrecerte éxito, pero no te entregará sentido. Y no hay logro que sacie un alma en exilio.” — Marcello de Souza
En el vasto territorio del desarrollo humano, trabajar con valores es convocar al alma para ocupar el centro del escenario del rendimiento. No se trata de una abstracción vacía, sino de un reencuentro con la esencia de la acción humana —esa lucidez profunda que nos impulsa a preguntarnos: ¿por qué hago lo que hago? Es en ese terreno, al mismo tiempo etéreo y concreto, donde reposa el mayor poder de transformación.
El coraje de la autorreflexión, del desarrollo cognitivo-conductual y del liderazgo consciente son gestos que no pueden permitirse ignorar la sutileza de los valores. Constituyen la arquitectura invisible que sostiene la casa del ser, el hilo de Ariadna que nos guía fuera del laberinto de la alienación.
Para comprender esta esencia, volvamos a la antigüedad, cuando Hesíodo nos legó —hace casi tres mil años— que los valores no nacen del modernismo, sino de la propia condición existencial humana. El hilo de Ariadna es esa metáfora primordial: valores como guía en el laberinto de la existencia.
En la mitología griega, el laberinto del Minotauro no es solo un espacio físico, sino una poderosa representación del enredo de la existencia humana —sus dudas, sus miedos, sus elecciones conflictivas y el caos de los estímulos que nos rodean. Teseo, al adentrarse en ese espacio intrincado, encarna al ser humano frente a los desafíos y paradojas de la vida contemporánea. Sin un camino claro, cada paso puede ser un error, un desvío, una pérdida.
Entonces aparece Ariadna, la guardiana del hilo, como providencia invisible. Su ovillo se convierte en esperanza y claridad, un recurso para que el héroe encuentre no solo al monstruo, sino también el retorno a la luz de la conciencia, la seguridad y la autenticidad.
Transportando esa imagen al desarrollo humano y organizacional, los valores son nuestro hilo de Ariadna interior. Invisibles e intangibles, pero absolutamente esenciales. No figuran en gráficos ni son medibles por indicadores superficiales, pero sustentan la coherencia interna de nuestro ser.
Como el hilo, los valores nos ofrecen:
• Orientación en la complejidad — en medio de demandas, conflictos éticos y presiones sociales, revelan el camino que preserva nuestra integridad.
• Brújula de la autenticidad — permiten que la acción resuene con lo que somos en el núcleo, evitando el exilio psíquico de la disonancia entre ser y parecer.
• Resistencia al caos externo — así como el hilo impide que Teseo se pierda, los valores mantienen mente y propósito centrados frente a las adversidades.
En la neurociencia, esta metáfora resuena en las redes neuronales que forman nuestros sistemas de valores —conexiones sinápticas fortalecidas por la repetición, el significado y la emoción. El hilo de Ariadna es el camino neuronal consolidado que ilumina la ruta en el enredo de las decisiones, reduciendo el esfuerzo cognitivo y emocional al alinear nuestras elecciones con lo que realmente importa.
En la filosofía existencial, especialmente en el pensamiento kierkegaardiano, seguir el hilo de los valores confiere sentido al existir —es el salto entre la desesperación de la dispersión y la esperanza del compromiso auténtico.
Así, reaprender a seguir lo invisible, a abrazar el hilo de Ariadna interior, es más que una invitación a la reflexión —es una convocatoria al coraje de rescatar la propia dirección en el laberinto de la vida, evitando ser devorados por los Minotauros de la confusión, la superficialidad y el desalineamiento existencial.
Olvidar los valores es perder la brújula en medio de la tormenta y navegar solo por el vaivén de las olas. Volver a ellos es un acto radical de coraje —una invitación a la revolución interior. Requiere deshacer mapas trazados, silenciar el ruido ensordecedor de las expectativas externas y desaprender atajos que nos desviaron del camino. Es aceptar el exilio voluntario de todo lo que no nos pertenece para reencontrar la patria secreta donde habita la verdad del existir.
En ese espacio sagrado, donde la filosofía, la neurociencia y la psicología se entrelazan, redescubrimos que lo invisible es el único territorio que nunca nos abandona —y solo él puede devolver sentido pleno al viaje humano.
Y ahora, permíteme preguntarte:
¿Cuáles son tus estrellas?
¿Qué valores silenciosos han guiado —o deberían guiar— tu camino?
¿Y qué has hecho para honrarlos en tu práctica diaria?
Ábrete a este diálogo interno. Si lo deseas, comparte tus pensamientos, inquietudes y desafíos. Si este texto te tocó, deja tu señal —un gesto simple que traduzca reconocimiento y conexión. Sepas que estoy aquí, listo para caminar a tu lado en esta búsqueda constante de coherencia, autenticidad y sentido.
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