LA EMPRESA NO ES TU FAMILIA: LA MENTIRA DEL PERTENECIMIENTO Y EL NACIMIENTO DEL YO AUTÉNTICO
Existe un tipo de dolor que no sangra, no deja marca visible, pero corroe la arquitectura más íntima de lo que somos. Es el dolor de la desvinculación. El dolor de estar separado, desarraigado, arrancado del tejido relacional que nos daba la ilusión de pertenencia. No estamos hablando aquí de soledad — que, de hecho, puede ser elegida, cultivada, incluso deseada. Estamos hablando de algo más primordial y devastador: la experiencia de ser rechazado por la tribu. Y cuando esa tribu se llama “empresa”, “organización”, “colectivo de trabajo”, la herida adquiere contornos que la racionalidad apenas alcanza a comprender.
El Dolor Invisible de la Desvinculación
Porque nosotros, seres relacionales por excelencia, no solo trabajamos en grupos. Nos constituimos a través de ellos. Construimos espejos colectivos en los que nuestra identidad se reconoce, se valida, se ancla. Y cuando estos espejos se rompen — ya sea por un despido, una reestructuración, un cambio en la cultura organizacional que nos hace obsoletos — no se pierde solo el empleo. Se pierde un pedazo de la narrativa de uno mismo. Se pierde el mapa afectivo que nos ubicaba en el mundo.
Y, inevitablemente, llega el caos.
Pero es esencial comenzar por entender algo que rara vez se dice: la filiación no es un lujo emocional. Es una necesidad ontológica. Desde que nacemos, sobrevivimos porque alguien nos reconoce, nos nombra, nos incluye. La filiación es el acto que nos saca de la invisibilidad y nos inscribe en una trama de sentidos compartidos. Sin ella, no hay “yo”. Solo hay fragmentos, ruidos, potenciales sueltos. El niño que no es visto se marchita. El adulto que no es reconocido enferma. Y el profesional que es excluido del colectivo al que dedicó tiempo, energía, presencia, entra en una especie de duelo anticipado — porque no solo se pierde el futuro, sino también el pasado que deja de tener sentido.
Entonces, cuando la empresa te sumerge en el caos — ya sea por la forma en que comunica, por el ritmo con que implementa cambios, por la frialdad con que gestiona los procesos de desvinculación — no está solo reorganizando estructuras. Está tocando la materia más delicada de la experiencia humana: la necesidad de vínculos significativos. Y esto no es poca cosa. Porque la filiación que la organización ofrece, o retira, opera en un registro psíquico mucho más profundo de lo que imaginamos. Toca nuestra ancestralidad, la memoria colectiva de cuando ser expulsado de la tribu significaba muerte segura. Y aunque hoy no morimos físicamente por perder un vínculo institucional, algo dentro de nosotros reacciona como si la amenaza fuera real. El pánico es antiguo. El miedo es estructural. La vergüenza es visceral.
La Confusión Entre Identidad y Filiación
Pero hay algo aún más sutil y peligroso en este proceso: la confusión entre identidad y filiación. Porque cuando pasamos años, a veces décadas, dentro de la misma estructura organizacional, empezamos a creer que somos lo que la empresa dice que somos. Nuestros títulos, funciones, reconocimientos internos comienzan a definir no solo lo que hacemos, sino quiénes somos. Y cuando esta estructura nos rechaza, la sensación no es de pérdida de empleo — es de pérdida de existencia. Como si la empresa fuera la fuente de nuestra identidad, y no solo uno de los escenarios donde esta se manifiesta.
Esta es la trampa. Y es alimentada por un sistema que, consciente o inconscientemente, cultiva la dependencia emocional. Cuanto más la organización se convierte en el epicentro de la vida del individuo — su sentido de propósito, su red social, su autoestima, su agenda, su razón de ser — más vulnerable se vuelve. Porque toda filiación exclusiva, toda tribu que se convierte en la única referencia de valor, es potencialmente totalitaria. Y cuando ocurre la exclusión, el vacío es proporcional al grado de inversión afectiva que se ha hecho.
El Caos Como Revelación
Pero el caos, por doloroso que sea, lleva una verdad liberadora: desmascara la fragilidad de las estructuras que tomamos como absolutas. El caos no es colapso — es revelación. Expone lo que estaba escondido bajo capas de funcionalidad, rutina, conformidad. Muestra que la filiación que parecía sólida era, en realidad, condicional. Que la pertenencia que parecía incondicional tenía cláusulas en letra pequeña. Que la tribu que parecía acogedora operaba según lógicas de utilidad, desempeño, encaje estratégico. Y esto, aunque doloroso, es información valiosa. Porque a partir de esta claridad se puede comenzar a reconstruir — ya no desde la ilusión de seguridad externa, sino desde la capacidad interna de elección consciente.
Y aquí está el punto de inflexión: la identidad no se descubre. La identidad se construye. Es decisión. Es narrativa que reescribimos cada día, a partir de las experiencias que vivimos, las relaciones que cultivamos, los valores que elegimos. La empresa nunca tuvo el poder de definirla. Nunca lo tuvo. Lo que tenía era el poder de convencernos de que sí lo tenía. Y cuando perdemos esa ilusión, ganamos algo mucho mayor: autonomía existencial.
Pero esta autonomía no viene lista. Debe forjarse en el caos. Y forjar requiere valor para enfrentar preguntas difíciles. Preguntas que la mayoría de las personas pasa toda la vida evitando. ¿Quién soy cuando no pertenezco a ningún lugar? ¿Quién soy cuando no tengo título, cargo o función definida? ¿Quién soy cuando nadie me reconoce, me valida, me aplaude? Estas preguntas son aterradoras porque nos confrontan con el vacío. Pero es justamente en ese vacío donde habita la posibilidad de reconstrucción auténtica. Porque solo cuando dejamos de buscar nuestra identidad en los ojos de los demás — incluidos los ojos de las instituciones — podemos comenzar a construirla desde dentro.
Y esto nos lleva a una distinción fundamental: hay filiaciones que nos amplían y filiaciones que nos reducen. Hay tribus que nos invitan a la expansión, a la diferencia, a la singularidad. Y hay tribus que exigen uniformidad, sumisión, borrado. La primera forma de filiación es relacional, dialógica, viva. La segunda es instrumental, funcional, desechable. Y lo que muchos descubren en el momento de la ruptura es que estaban vinculados a un colectivo que nunca los vio como sujetos plenos — solo como piezas encajables en un tablero mayor.
Pero aquí reside una responsabilidad que no puede ignorarse: si la filiación es necesidad, también es elección. Y toda elección implica conciencia. No podemos controlar las fuerzas que nos atraviesan — despidos, reestructuraciones, crisis organizacionales —, pero podemos controlar el grado de conciencia con que nos vinculamos. Podemos elegir tribus que respeten nuestra integridad, que reconozcan nuestra humanidad, que no nos traten como recursos desechables. Y, sobre todo, podemos elegir no depositar en ninguna estructura externa el poder de definir nuestro valor.
Porque lo que el caos revela, en el fondo, es esto: la filiación con cualquier institución siempre será parcial, temporal, condicional. Y esto no es una tragedia. Es una verdad. Una verdad que nos libera de la ilusión de seguridad eterna e invita a asumir la autoría de nuestra propia existencia. No como individuos aislados, egocéntricos, narcisistas — sino como seres relacionales que eligen conscientemente sus tribus, sus vínculos, sus formas de pertenencia. Seres que saben que pueden pertenecer sin perderse. Que pueden afiliarse sin anularse. Que pueden vincularse sin fusionarse.
Y esto exige madurez emocional, sofisticación relacional, lucidez existencial. Exige comprender que nuestra existencia nunca fue individual, pero que nuestra identidad debe ser soberana. Que vivimos en redes de interdependencia, pero que nuestro valor no puede depender de la validación ajena. Que necesitamos vínculos para constituirnos, pero que esos vínculos no pueden aprisionarnos. Es un baile delicado, complejo, paradójico. Pero es el único baile posible para quienes desean vivir con integridad.
La Autoría que Nace del Caos
Y cuando llega el caos —y siempre llega—, la pregunta que debemos hacernos no es “¿por qué me rechazaron?”. Esa pregunta nos mantiene en el lugar de la víctima, de la pasividad, de la impotencia. La pregunta liberadora es: “¿a qué tribus, valores y propósitos colectivos elijo afiliarme de ahora en adelante, de manera consciente, activa y soberana?” Porque es esta pregunta la que devuelve el poder a nuestras manos. La que nos saca del lugar de ser elegidos y nos coloca en el lugar de quienes eligen. La que transforma el caos de amenaza en oportunidad. La que transforma la ruptura del final en un comienzo.
Pero esta transformación no ocurre por sí sola. Requiere trabajo interno. Requiere que miremos las heridas abiertas por la desvinculación y comprendamos lo que nos dicen sobre nuestras necesidades no satisfechas, sobre las expectativas que depositamos en estructuras externas, sobre las ilusiones que cultivamos respecto a lo que es seguridad, pertenencia y reconocimiento. Requiere que revisitemos nuestra historia de filiaciones —desde la infancia hasta el presente— y entendamos los patrones que se repiten. Requiere que nos preguntemos: ¿qué tribus elegí por miedo? ¿Cuáles elegí por comodidad? ¿Cuáles elegí por autenticidad? Y, sobre todo: ¿qué tribus sigo eligiendo hoy?
Porque la verdad incómoda es que muchos de nosotros permanecemos en filiaciones tóxicas, reduccionistas, violentas, por miedo al vacío que surgiría si nos desvinculáramos. Preferimos el dolor conocido de la inadecuación a la incertidumbre liberadora de la autonomía. Preferimos ser aceptados en tribus que nos disminuyen antes que arriesgar la soledad provisional que precede a encontrar tribus que nos expandan. Y esto nos enferma. Nos fragmenta. Nos mantiene atrapados en una versión reducida de quienes podríamos ser.
Así que, cuando la empresa nos coloca en caos, paradójicamente nos está dando un regalo. Un regalo brutal, doloroso, inesperado —pero un regalo al fin. Porque nos obliga a mirar aquello que evitábamos. Nos saca de la zona de confort existencial y nos coloca frente a la urgencia de la reconstrucción. Nos está mostrando que la seguridad que buscábamos afuera nunca existió. Y que la única seguridad posible es la que construimos dentro.
Pero construir esta seguridad interna exige aceptar algo que la cultura contemporánea rechaza con todas sus fuerzas: la impermanencia. Vivimos en una sociedad que vende estabilidad, previsibilidad, control. Que promete que, si hacemos todo bien, estaremos seguros. Que si nos dedicamos, seremos reconocidos. Que si somos leales, seremos recompensados. Y cuando estas promesas se revelan falsas —y siempre se revelan—, la desesperación es proporcional a la ilusión que alimentamos.
Pertenecer Sin Perderse
Pero la impermanencia no es enemiga. Es la naturaleza de las cosas. Todo fluye, todo cambia, todo se reconfigura. Las organizaciones cambian. Las culturas cambian. Las estrategias cambian. Y nosotros también cambiamos. El intento de fijar identidad, de encontrar una tribu definitiva, de conquistar un lugar permanente, es una lucha contra la propia esencia de la existencia. Y toda lucha contra la esencia de la existencia genera sufrimiento.
Esto no significa que debamos volvernos indiferentes, desapegados, fríos. Significa que debemos aprender a vincularnos de manera consciente, sabiendo que todo vínculo es temporal, pero no por ello menos significativo. Significa que debemos amar nuestras tribus, contribuir con ellas, entregarnos a ellas, pero sin confundirlas con nuestra fuente de identidad. Significa que debemos pertenecer sin perdernos. Y eso es un arte. Un arte que requiere práctica, reflexión, valentía.
Y tal vez la mayor valentía sea esta: usar el caos como materia prima para la reconstrucción. No en el sentido de “superar rápidamente”, “pasar página”, “seguir adelante” —esas frases hechas que niegan la complejidad del duelo relacional—. Sino en el sentido de habitar el caos con presencia, permitir que nos atraviese, extraer de él no respuestas fáciles, sino preguntas profundas. Preguntas que nos reconduzcan a nuestra esencia, a nuestros valores, a nuestros deseos más legítimos. Preguntas que nos ayuden a discernir entre las filiaciones que nos fueron impuestas y las filiaciones que realmente queremos cultivar.
Porque, en el fondo, lo que el caos nos invita a hacer es bailar. Bailar con la incertidumbre. Bailar con la impermanencia. Bailar con la posibilidad de reinventarnos continuamente. Y este baile solo es posible cuando aceptamos que la estrella que nace del caos no es la misma que moriría si permaneciéramos en el orden antiguo. Es una estrella nueva. Una estrella que solo existe porque la estructura anterior se derrumbó. Una estrella que solo brilla porque hubo suficiente oscuridad para que su luz se hiciera visible.
Así que sí, ustedes están en caos. Y pueden aferrarse a la identidad antigua con desesperación, intentando reconstruir lo que ya no existe, buscando en otras tribus la misma filiación que perdieron, repitiendo los mismos patrones de dependencia emocional. O pueden usar este caos como materia prima. Pueden mirar hacia adentro y preguntarse: ¿quién elijo ser ahora que nadie más me está diciendo quién debería ser? ¿Qué vínculos quiero cultivar, ahora que sé que todo vínculo es elección? ¿Qué tribus quiero integrar, ahora que sé que el pertenecer auténtico solo ocurre cuando hay integridad?
Y esta elección, esta decisión renovada diariamente, es lo que nos hace verdaderamente libres. No libres de vínculos —porque los vínculos son la propia sustancia de la existencia—. Sino libres dentro de los vínculos. Libres para elegir. Libres para salir. Libres para reconfigurar. Libres para bailar.
Porque, al final, lo que define una vida plena no es la estabilidad de las tribus a las que pertenecemos, sino la conciencia con la que nos afiliamos a ellas. No es la durabilidad de los vínculos, sino su calidad. No es el reconocimiento externo, sino la soberanía interna. Y cuando aprendemos esto —cuando realmente lo integramos—, el caos deja de ser amenaza y se convierte en invitación. Invitación a renacer. Invitación a recrear. Invitación a dar a luz, dentro de nosotros, a la estrella que solo pudo existir porque hubo suficiente valentía para atravesar la oscuridad.
¿Y esa estrella? Baila. Baila con el caos. Baila con la impermanencia. Baila con la libertad de ser, incluso cuando ya no hay estructuras externas que nos digan quién deberíamos ser. Baila porque entendió que la identidad no es destino. Es movimiento. Es creación continua. Es filiación consciente, activa, soberana.
¿Y tú? ¿Estás listo para bailar?
Si este texto resonó contigo, te invito a explorar cientos de otras reflexiones sobre desarrollo cognitivo-conductual humano, organizacional y relaciones humanas conscientes en mi blog. Allí encontrarás insights que desafían el sentido común y amplían la comprensión sobre lo que significa vivir, trabajar y relacionarse de manera integral y evolutiva.
#marcellodesouza #marcellodesouzaoficial #coachingevoce #FiliaciónConsciente #IdentidadSoberana #CaosCreativo #DesarrolloHumano #RelacionesAuténticas #TransformaciónOrganizacional #PertenenciaLegítima #ExistenciaRelacional #AutonomíaExistencial #ReconstrucciónInterna
Você pode gostar
FELICIDAD ORGANIZACIONAL PARTE 1: ¿SON TODOS SOLO MITOS?
24 de janeiro de 2024
SER RESILIENTE NO ES SER RESISTENTE: UNA PERSPECTIVA FUNDAMENTAL
19 de janeiro de 2024