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CORTAMOS LAS RAÍCES Y EXIGIMOS FRUTOS: LA PARADOJA DEL LIDERAZGO QUE HACE IMPOSIBLE LA INNOVACIÓN

Existe una violencia invisible ocurriendo en las organizaciones contemporáneas, tan normalizada que ya ni siquiera la reconocemos como tal. No es la violencia explícita de la explotación física o de la coerción directa. Es algo más sutil, más profundo, más perturbador: la progresiva expropiación de la capacidad humana de habitar estados mentales complejos. Lo que estamos presenciando no es solo sobrecarga de trabajo —es la disolución sistemática de la propia experiencia interior como territorio legítimo de la existencia profesional.

Piensa en esto: ¿cuándo fue la última vez que tú, en contexto organizacional, experimentaste estar verdaderamente presente en tu propio pensamiento? No solo procesando información, no solo reaccionando a demandas, no solo ejecutando protocolos mentales automatizados —sino genuinamente habitando la complejidad de tu propia conciencia, con sus matices, sus ambigüedades, sus capas de significado que solo se revelan cuando hay tiempo y espacio para que se revelen.

Para la mayoría de las personas, esta pregunta suena casi ridícula. No porque la respuesta sea difícil, sino porque la propia cuestión parece fuera de lugar, inadecuada, casi impertinente en el contexto del trabajo moderno. Y ahí reside precisamente el problema: hemos normalizado una forma de existencia profesional en la que la profundidad de la experiencia mental ha sido declarada implícitamente irrelevante, sustituida por una versión superficializada, acelerada y fragmentada de la cognición que llamamos, eufemísticamente, “productividad”.

Lo que ocurrió no fue solo un cambio en los métodos de trabajo. Fue una transformación antropológica silenciosa en la propia naturaleza de la presencia humana en las organizaciones. Creamos entornos donde la experiencia interior —esa dimensión de la conciencia donde emergen insights genuinos, donde se forman comprensiones profundas, donde se establecen conexiones no obvias entre fenómenos aparentemente distantes— ha sido sistemáticamente deslegitimada, empujada fuera del horario laboral, tratada como lujo personal en vez de recurso organizacional crítico.

Y aquí está la paradoja cruel: cuanto más dependen las organizaciones de la innovación, la adaptabilidad y la inteligencia estratégica —cualidades que emergen exclusivamente de estados mentales complejos y profundos—, más estructuran entornos que hacen precisamente imposibles esos estados. Es como si estuviéramos exigiendo que las personas produzcan frutos de árboles cuyas raíces hemos cortado sistemáticamente.

El problema no es el volumen de trabajo. Muchas épocas históricas conocieron trabajo intenso, exigente, físicamente extenuante. Pero había algo fundamentalmente diferente: había ritmo. Había alternancia entre esfuerzo y reposo, entre acción y contemplación, entre hacer y ser. La modernidad corporativa eliminó esa alternancia. No por necesidad funcional, sino por una ideología implícita que equipara valor humano a disponibilidad constante, que confunde presencia con prontitud reactiva, que trata la conciencia como recurso infinitamente explotable sin necesidad de regeneración.

El resultado es una forma peculiar de alienación —no la alienación clásica del trabajador respecto al producto de su trabajo, sino algo más insidioso: la alienación del individuo respecto a su propia experiencia cognitiva. Las personas dejan de reconocer sus propios estados mentales, pierden el vocabulario para describir la diferencia entre pensar profundamente y procesar superficialmente, entre comprender y solo categorizar, entre percibir y solo registrar.

Hemos creado una cultura organizacional donde la mente se convirtió en territorio colonizado —no por un invasor externo, sino por una lógica interna que se naturalizó hasta parecer inevitable. Una lógica que dice: toda pausa es desperdicio, toda reflexión que no genera acción inmediata es indulgencia, todo estado mental que no está orientado a resultado tangible es irrelevante. Y en esa colonización perdemos no solo eficiencia —perdemos la propia capacidad de acceder a formas de inteligencia que no caben en el paradigma de la urgencia perpetua.

Hay una diferencia radical entre una mente constantemente ocupada y una mente genuinamente comprometida. La mente ocupada salta de estímulo en estímulo, de demanda en demanda, acumulando tareas procesadas pero raramente transformadas en comprensión. La mente comprometida, en cambio, se sumerge, permanece, permite que el pensamiento se despliegue en sus propias temporalidades, reconoce que algunas formas de entendimiento requieren maduración, no pueden acelerarse, no responden a plazos arbitrarios.

Las organizaciones contemporáneas privilegian la mente ocupada y penalizan la mente comprometida. No explícitamente, claro —nadie anuncia “aquí solo valoramos la superficialidad”—. Pero las señales están por todas partes: en la arquitectura de espacios abiertos que imposibilitan la concentración profunda, en la estructura de reuniones que fragmentan el día en bloques cognitivamente inútiles, en la cultura de la respuesta inmediata que trata cualquier demora como fracaso, en las métricas de desempeño que cuentan outputs pero ignoran la calidad de los procesos mentales que los generaron.

Y aquí hay algo que rara vez se discute: esta forma de operar no solo agota —deforma. Cuando la mente es entrenada, día tras día, año tras año, a funcionar solo en modo reactivo, comienza a perder la capacidad de operar de otra manera. La habilidad de mantener atención sostenida se atrofia. La tolerancia a la ambigüedad disminuye. La capacidad de permanecer con una cuestión compleja sin saltar inmediatamente a una solución simplificada se debilita. No porque las personas se vuelvan menos inteligentes, sino porque la inteligencia, como cualquier capacidad humana, se moldea por los entornos donde se ejerce.

Estamos, literalmente, creando generaciones de profesionales neurológicamente adaptados a la superficialidad —no por deficiencia individual, sino por diseño ambiental. Y cuando esas personas intentan acceder a formas más profundas de pensamiento, no pueden. No por falta de voluntad, sino porque los circuitos neuronales necesarios fueron sistemáticamente subdesarrollados por entornos que nunca los exigieron, nunca los valoraron, nunca crearon condiciones para que se desarrollaran.

Hay algo profundamente trágico en esto. Porque la capacidad de pensar profundamente no es un lujo —es una necesidad existencial. Es lo que nos permite no solo resolver problemas, sino comprender el significado de los problemas que resolvemos. Es lo que nos permite no solo tomar decisiones, sino entender las implicaciones éticas, relacionales y sistémicas de esas decisiones. Es lo que nos permite no solo funcionar, sino habitar nuestra propia vida con algún grado de conciencia e intencionalidad.

Cuando las organizaciones expropian esta capacidad, no solo reducen productividad —empobrecen ontológicamente a las personas. Crean formas de existencia profesional donde los individuos se vuelven funcionalmente eficientes pero existencialmente empobrecidos, donde ejecutan tareas pero pierden contacto con el sentido de lo que hacen, donde acumulan resultados pero se alejan progresivamente de la propia experiencia de estar vivos y conscientes.

Y no se trata solo de los individuos. Organizaciones enteras comienzan a operar en esta frecuencia disminuida. Las decisiones estratégicas se toman con base en datos procesados rápidamente, pero sin la integración profunda que permite percibir patrones emergentes. Las innovaciones se buscan a través de metodologías que prometen creatividad en sprints, ignorando que la creatividad genuina no responde a cronómetros. Los liderazgos se desarrollan mediante competencias medibles, dejando fuera precisamente aquellas cualidades —discernimiento, sabiduría práctica, capacidad de sostener paradojas— que solo emergen de estados mentales que la cultura organizacional volvió inaccesibles.

Lo que vivimos no es solo una crisis de gestión del tiempo o de técnicas de productividad. Es una crisis de relación con la propia conciencia. Es la pregunta que nadie está haciendo: ¿qué tipo de experiencia mental estamos produciendo colectivamente? Y más importante: ¿qué tipo de experiencia mental estamos haciendo colectivamente imposible?

Porque hay formas de inteligencia que solo emergen del silencio. Hay comprensiones que solo se revelan cuando la mente no está siendo constantemente interpelada. Hay conexiones que solo se establecen cuando hay espacio para que el pensamiento vague, explore, descubra caminos no planificados. Y todo esto está siendo sistemáticamente eliminado de entornos organizacionales que confunden control con eficiencia, velocidad con inteligencia, ocupación constante con valor.

La cuestión central no es “cómo pensar mejor en el trabajo”. La cuestión es: ¿por qué aceptamos colectivamente que el trabajo esté estructurado de forma que haga imposible el pensamiento real? ¿Por qué naturalizamos entornos que tratan la conciencia humana como recurso ilimitado, ignorando que tiene ritmos, límites, necesidades específicas para funcionar en su potencial? ¿Por qué construimos culturas donde admitir que necesitas tiempo para pensar suena a debilidad y no a responsabilidad profesional básica?

Y aún más perturbador: ¿por qué nos resignamos a esto? ¿Por qué millones de personas se despiertan todos los días sabiendo que pasarán ocho, diez, doce horas en estados mentales que son, en el mejor de los casos, superficiales y, en el peor, alienantes —y lo aceptan como condición normal de la vida profesional?

Tal vez porque la alternativa exige algo estructuralmente difícil en las organizaciones contemporáneas: exige desacelerar en una cultura que equipara velocidad a valor. Exige crear espacios vacíos en una cultura que trata todo vacío como desperdicio. Exige reconocer que algunas de las funciones cognitivas más valiosas —percepción de patrones complejos, integración de perspectivas divergentes, discernimiento de matices relacionales— no pueden acelerarse, no pueden tercerizarse, no pueden reemplazarse por algoritmos o frameworks.

Pero tal vez lo más difícil sea esto: exige que las organizaciones admitan que la forma en que están estructuradas no solo cansa a las personas —las empobrece. No solo reduce productividad —reduce humanidad. No solo genera ineficiencias —genera una forma de existencia profesional que está, fundamentalmente, por debajo de lo que los seres humanos son capaces cuando se les dan condiciones adecuadas para pensar, sentir, percibir y crear.

La transformación necesaria no es técnica. Es filosófica. No se trata de implementar nuevas herramientas de gestión del tiempo, sino de cuestionar radicalmente qué entendemos por tiempo bien usado. No se trata de añadir pausas a la agenda, sino de repensar por qué la agenda se convirtió en el organizador central de la experiencia humana. No se trata de enseñar a las personas a enfocarse mejor, sino de crear entornos donde diferentes formas de conciencia —incluidas las no enfocadas, las divergentes, las aparentemente improductivas— sean reconocidas como esenciales.

Porque al final, lo que está en juego no es solo el desempeño organizacional. Es la preservación de la capacidad humana de habitar estados mentales complejos, de mantener viva la experiencia interior como dimensión legítima de la existencia, de resistir a la reducción de la conciencia a mero instrumento de procesamiento de demandas externas. Es la negativa a aceptar que la vida profesional deba ser sinónimo de empobrecimiento cognitivo. Es la insistencia en que es posible —y necesario— crear formas de organizar el trabajo humano que no traten la profundidad de la experiencia mental como obstáculo a la eficiencia, sino como condición para cualquier eficiencia que valga la pena tener.

Y si hay esperanza, está precisamente aquí: en el reconocimiento de que la forma en que pensamos no es destino biológico ni necesidad económica, sino construcción cultural. Y toda construcción cultural puede ser deconstruida, repensada, rediseñada. Pero eso exige coraje —el coraje de admitir que aquello que normalizamos puede estar profundamente equivocado. El coraje de imaginar que existe otra forma. El coraje de empezar a construirla, incluso cuando todo alrededor insiste en que la urgencia no lo permite.

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