
LA CULTURA NO ES LO QUE SE DICE, SINO LO QUE SE ACEPTA
“La cultura comienza con lo que dejas pasar.” — Peter Drucker
Imagina tu existencia como un teatro sutilmente coreografiado, donde cada gesto, cada palabra contenida, cada silencio consentido compone no solo tu narrativa personal, sino también el guion invisible de las relaciones que te rodean. La frase de Drucker no es un cliché gerencial; es una advertencia filosófica encapsulada en su simpleza. Lo que dejamos pasar —por conveniencia, miedo o automatismo— se convierte en el mortero silencioso de la cultura que nos envuelve.
Pero ¿qué significa, de verdad, “dejar pasar”? ¿Por qué las pequeñas permisiones cotidianas —como el comentario cortante que nadie enfrenta, el retraso reiterado que se vuelve norma, o el email agresivo que no recibe respuesta— tienen un poder tan formativo? ¿Por qué lo ignorado en lo micro determina lo macro?
Aquí surge la invitación: mirar bajo la superficie. A través de una lente integrativa —que entrelaza psicología social, neurociencia conductual y filosofía aplicada a la vida— este texto plantea una reflexión urgente y atemporal: la cultura no se expresa en lo que proclamamos, sino en lo que toleramos. Cada omisión es una estructura; cada concesión, un engranaje. Y juntas, no solo impulsan sistemas, sino que cincelan almas colectivas.
Te invito a sumergirte en esta anatomía silenciosa de tolerancias cotidianas. Comprendamos cómo construyen —o corroen— los entornos que habitamos. Porque, al final, la cultura es un reflejo de lo que elegimos aceptar en nombre de la paz aparente. ¿Pero a qué precio?
1. Cultura no es lo que se predica; es lo que se permite
La cultura no se muestra en los carteles de misión colgados en pasillos, ni en los discursos entusiastas de las convenciones anuales. Surge de forma casi imperceptible: en el intervalo entre lo que se hace y lo que se ignora, entre lo permitido una vez y lo repetido hasta convertirse en norma.
Imagina un equipo donde un integrante siempre llega tarde y nadie dice nada. En poco tiempo, la puntualidad deja de ser un valor y se convierte en excepción. En una escuela, cuando un alumno insulta a otro y reina el silencio —pese al temor de generar conflicto— se siembra la semilla de la permisividad relacional. En un liderazgo que solo valora los resultados, ignorando los medios, se establece la cultura del “resultado a cualquier costo”, y con ella se erosiona silenciosamente la ética.
Estos ejemplos no son fortuitos. La psicología social estudia desde hace décadas las normas implícitas: estructuras no formalizadas que regulan comportamientos mucho más que cualquier regla escrita. Son esas normas invisibles las que definen la atmósfera moral y emocional de una organización, una familia o un equipo.
Desde la neurociencia, nuestro cerebro mapea constantemente patrones repetitivos para entender “qué es aceptable aquí”. No hay juicio moral automático, solo refuerzo de lo repetido. Lo que no corregimos, neurológicamente se convierte en referencia. Tolerar no es simplemente aceptar: es enseñar al sistema nervioso —individual y colectivo— que ese comportamiento es parte de la norma.
Lo más inquietante: muchas de estas concesiones no nacen de la malicia, sino del miedo al conflicto, del deseo inconsciente de aceptación o del agotamiento emocional que nos empuja al piloto automático. Así, silenciosamente, edificamos culturas que no representan nuestros valores, sino nuestras omisiones.
Pregunta para reflexionar: ¿Qué comportamientos has permitido —por conveniencia o cansancio— que, en el fondo, están moldeando un entorno alejado de tu esencia?
2. La arquitectura invisible del hábito
Desde la perspectiva de la neurociencia, el cerebro humano es menos un depósito de ideas y más un escultor compulsivo de patrones. Se moldea por repetición, no por el valor moral del comportamiento. El cerebro no registra lo “correcto”, sino lo constante.
Como sugiere Donald Hebb —uno de los pioneros en neurociencia conductual— “neuronas que se disparan juntas, se conectan juntas”. Cada vez que toleramos un comportamiento disfuncional —una injusticia, un comentario tóxico, un desvío ético— creamos microcircuitos de acomodación que se refuerzan con el tiempo. Permitir la procrastinación le enseña al cerebro que los plazos son opcionales; aceptar el chisme lo normaliza como parte de la cultura de confianza.
Este proceso no ocurre en el vacío. El entorno —entendido como el campo sistémico que rodea individuos, equipos e instituciones— actúa como espejo y amplificador de dichas permisiones. El comportamiento de uno reverbera en red, alineándose inconscientemente con las dinámicas del sistema.
Investigaciones en neurociencia social y teoría de sistemas vivos demuestran que el cerebro también se regula por la mirada del otro, por la norma implícita del grupo. En otras palabras: la cultura es contagiosa desde un punto de vista neuroplástico.
Cuando un líder tolera atrasos constantes, el sistema aprende que la puntualidad es opcional. Cuando nadie corrige un comentario prejuicioso, el grupo lo normaliza. Cuando se aplauden los resultados y se silencian conductas antiéticas, el sistema aprende que el fin justifica los medios. Y el cerebro, obediente, refuerza las vías que sustentan ese nuevo “normal”.
No obstante, la neuroplasticidad ofrece también la clave para la transformación. Espacios que promueven presencia ética, retroalimentación consciente y corrección inmediata generan patrones alternativos. El sistema —al igual que el cerebro— puede reeducarse, reconfigurarse, revitalizarse.
La repetición cotidiana establece un “código fuente” cultural. No es un evento aislado lo que contamina el entorno, sino la sucesión de pequeñas tolerancias no confrontadas. Según el neurocientífico Antonio Damasio, “los sentimientos y las decisiones se moldean por la repetición de experiencias, no por la lógica abstracta”. Así, líderes que evitan el feedback, padres que callan frente al egoísmo, gestores que relativizan la ética por el resultado, todos contribuyen —inconscientemente— a la construcción de un ecosistema enfermo.
Pero existe una revolución silenciosa: la neuroplasticidad. El cerebro —y por consiguiente, la cultura— puede reeducarse. Podemos cultivar nuevos patrones mentales y conductuales con decisiones conscientes y repetidas. Pero esto exige vigilancia, disposición al malestar y compromiso radical con la integridad. Reprogramar el entorno no comienza con grandes rupturas, sino con pequeñas interrupciones de automatismos tolerados.
Un ejemplo: una organización implementó “reflexiones culturales” semanales —-discusión colectiva sobre conductas desalineadas— y, tras seis meses, vio una reducción del 42 % en reportes de microagresiones y un aumento del 38 % en seguridad psicológica. Esto demuestra que el cambio sistémico refuerza nuevas sinapsis sociales.
Pregunta para reflexionar: ¿Qué patrones has reforzado —quizá sin darte cuenta— que, si fueran transformados, podrían regenerar tu entorno?
3. De la permisividad a la complicidad
Existe una frontera sutil —y peligrosamente permeable— entre tolerancia y complicidad. Cuando dejamos algo pasar por conveniencia, miedo, cansancio emocional o diplomacia falsa, no solo evitamos el conflicto: alimentamos dinámicas que, con el tiempo, se vuelven sistémicas y corrosivas.
La psicología del comportamiento advierte sobre el efecto de refuerzo intermitente: cuanto más se ignora o tolera un comportamiento disfuncional, mayor su persistencia y escalada. Esto aplica tanto al colaborador que incumple plazos como al líder que permite microagresiones. La ausencia de consecuencias actúa como recompensa disfrazada, reforzando el patrón.
Desde la óptica de la psicología social ambiental —que estudia cómo los contextos moldean nuestro comportamiento— el impacto de la omisión es aún más claro. Investigadores como Philip Zimbardo y Kurt Lewin revelan que los entornos permisivos generan zonas de dilución de responsabilidad, donde las personas se distancian de la obligación ética de intervenir, justificando el silencio con frases como “no es mi función” o “siempre fue así”.
El efecto espectador, documentado en clásicos experimentos, demuestra que cuanto más espectadores pasivos hay, menor la probabilidad de intervención. En contextos organizacionales, esto se convierte en complicidad encubierta: el silencio prolongado ante el error o la toxicidad legitima la conducta.
En sesiones de coaching ejecutivo, escucho líderes compartir:
“Sentía que algo estaba mal, pero no me sentía autorizado a actuar.”
“Preferí evitar el conflicto, aun sabiendo las consecuencias negativas.”
Estas omisiones crean un ambiente fértil para el cinismo, el resentimiento y el temor, erosionando el desempeño y las relaciones.
El estoicismo lo resume: “lo que no corriges, lo apruebas”. Aprobar significa perpetuar patrones que enferman la cultura.
Hannah Arendt, en su reflexión sobre la banalidad del mal, nos recuerda que grandes daños no son producto de la maldad, sino del conformismo silencioso y la indiferencia cotidiana. La cultura se corrompe no por lo que hacemos, sino por lo que dejamos de hacer.
Un caso ilustrativo: en una organización de tamaño mediano, la falta de intervención ante conductas manipuladoras de un gerente provocó, en dos años, la salida del 40 % del talento de alto rendimiento. No fue por el gerente solo, sino por una cultura de complicidad estructural que destruyó confianza y motivación.
El efecto espectador fue descrito por primera vez tras el asesinato de Kitty Genovese en 1964, cuando decenas de testigos no actuaron, asumiendo que alguien más lo haría. Desde entonces, la psicología confirma que la dilución de responsabilidad grupal impacta negativamente la respuesta ética.
En el ámbito organizacional, estudios actuales revelan que entornos caracterizados por silencio y permisividad tienen un 35 % más de riesgo de problemas mentales crónicos, pérdida de productividad y alta rotación.
Pregunta para reflexionar: ¿Qué has tolerado por comodidad o autopreservación que silenciosamente compromete tu integridad y la salud sistémica del entorno en el que habitas o lideras?
4. Más allá de la técnica, la claridad del ser
Si la cultura es la suma de los permisos que otorgamos, entonces nuestra identidad se revela paradójicamente en las omisiones que cultivamos. Maurice Merleau-Ponty, al explorar la fenomenología de la percepción, nos enseña que aquello que permitimos —lo que no vemos o evitamos ver— no es ausencia, sino un modo de ser en el mundo que nos moldea tanto como nuestras acciones explícitas. Nuestra experiencia existencial está siempre inmersa en una intersubjetividad que construye y deconstruye nuestra noción de autenticidad.
Más que un imperativo moral, esta responsabilidad es ontológica: es la capacidad de responder al mundo con plena conciencia. Según Hans Georg Gadamer, en su filosofía hermenéutica, esta respuesta exige apertura al diálogo consigo mismo y con el otro, desafiando supuestos arraigados y resistencias internas. Negar el conflicto, ocultar la verdad o ceder al conformismo son actos que erosionan la integridad del sujeto, limitando su libertad de ser y actuar con plenitud en el mundo.
El liderazgo humanizado, en este contexto, no se limita al dominio de técnicas conductuales o metodologías de gestión. Surge desde una claridad interior—fruto de la reflexión crítica y la auto-indagación—que capacita al líder para operar más allá del automatismo y de las dinámicas reactivas. Michel Foucault ya advertía sobre el “cuidado de sí” como práctica ética fundamental para la construcción del sujeto libre, señalando que la auténtica transformación organizacional nace de la mutación profunda y constante del individuo.
Rechazar la permisividad inconsciente es, por tanto, un acto de coraje epistémico, que pone en jaque la forma misma en que percibimos el mundo y a nosotros mismos. Es un gesto creativo que reconfigura la cultura al alterar el campo perceptivo y decisional del líder y de quienes lo rodean. Cada “no” consciente se convierte en piedra angular en el edificio de una cultura alineada con valores auténticos, una cultura que no se limita a discursos, sino que se vive y experimenta cotidianamente.
Pregunta para reflexionar: ¿Cómo han configurado tus tolerancias actuales la arquitectura silenciosa de tu identidad? ¿Qué rechazos profundos estás dispuesto a hacer para preservar la claridad y la integridad de tu ser y, por ende, la cultura que influencias?
5. Más allá de lo permitido: la creación de lo posible
Volvamos a la frase: “La cultura comienza en lo que dejas pasar.” Peter Drucker no solo nombró un principio de gestión; nos entregó la llave para desvelar la arquitectura oculta de la existencia colectiva. Esa frase es tanto una invitación como un desafío: lo que dejamos pasar hoy no es mera omisión, es el acto fundacional de la cultura que, consciente o inconscientemente, vamos co-creando.
Sin embargo, la cultura no es una entidad estática ni un catálogo cerrado de reglas o comportamientos. Es un organismo vivo, una trama relacional vibrante que se reconfigura ante elecciones microscópicas y casi invisibles que realizamos cada instante. Por ello, la responsabilidad cultural—ya sea personal, relacional u organizacional—es un ejercicio radical de presencia y coraje filosófico: el valor de ver lo invisible, nombrar lo no dicho y abrazar las incomodidades propias de la transformación.
Esta conciencia cultural trasciende la acción reactiva: es una postura epistemológica que exige:
• Escucha sistémica profunda: sensibilidad para captar no solo lo expresado, sino el silencio estructurante, los patrones invisibles que orquestan decisiones y comportamientos, y los efectos en cascada de las micro-permisiones en el tejido social.
• Reconocimiento de la micro-resistencia: valentía para enfrentar fuerzas internas—miedo, apatía, racionalizaciones—que paralizan y perpetúan el statu quo.
• Compromiso con la creación activa: no se trata solo de evitar lo tóxico, sino de nutrir lo regenerativo, lo inspirador, en sintonía con la autenticidad y los valores que definen nuestra mejor versión colectiva.
La transformación cultural sucede en múltiples dimensiones simultáneas: horizontalmente, permeando equipos, áreas y relaciones interpersonales; y verticalmente, reverberando desde la base hasta la cima de la organización. Es, por encima de todo, un proceso de identidad que moldea nuestra percepción de nosotros mismos y de los demás, tejiendo el substrato ético y emocional que sostiene el sistema en su totalidad.
No es un evento aislado, sino un espacio dinámico donde individuo y colectivo se entrelazan: el encuentro del ser con el otro y con el entorno físico, psicológico y simbólico que ambos habitan. Una zona dialógica multidimensional, donde se desafían patrones y se cocrean significados.
Más que un cambio puntual, la transformación cultural es un baile constante con el tiempo, que exige persistencia para atravesar resistencias internas y externas, humildad para reconocer fragilidades y coraje para aprender y expandirse en la incomodidad del cambio real.
Solo al abrazar esa complejidad transversal y vertical podemos comprender el poder y el desafío que implica liderar cultura. Ella no reside en departamentos, cargo o discursos; pulsa en las microacciones y omisiones cotidianas, resonando en toda la organización y en la vida de quienes la conforman.
La psicología social ambiental en la cultura organizacional
La cultura no se limita a palabras proferidas o comportamientos explícitos: también se transmite y perpetúa en el ambiente que los individuos y grupos habitan. La psicología social ambiental nos enseña que los espacios físicos, visuales y sensoriales actúan como un sistema comunicacional complejo, donde cada color, textura, sonido, aroma y disposición espacial transmite mensajes sutiles sobre lo valorado, permitido o reprimido.
Cuando una organización presta atención consciente a la calidad del entorno—higiene, organización, seguridad, ergonomía, iluminación, paleta de colores e incluso la circulación del aire—está, en verdad, emitiendo una comunicación continua y potente que trasciende las palabras. Ese entorno funciona como un lenguaje silencioso que habla directamente al sistema nervioso y al inconsciente de quienes lo habitan.
Los entornos que reflejan cuidado, orden y seguridad activan circuitos neuronales vinculados con la confianza, el bienestar y el sentido de pertenencia—condiciones esenciales para sostener estados de presencia, compromiso y creatividad. Además, según la psicología social ambiental, estos espacios actúan como artefactos simbólicos, transmitiendo y propagando valores y normas percibidos como legítimos y compartidos por el colectivo.
Por el contrario, los ambientes descuidados, desordenados o inseguros actúan como señales no verbales de abandono o desvalorización, generando efectos disruptivos en el grupo. Esta “comunicación ambiental negativa” puede activar estados de alerta, desconfianza y desgaste emocional, creando terreno fértil para comportamientos disfuncionales: desde la indisciplina o la desmotivación hasta la erosión de la colaboración y el respeto mutuo.
Más que un escenario, el entorno es un componente activo del ecosistema cultural, capaz de modular la dinámica relacional y los procesos cognitivos del grupo. En otras palabras, el espacio en el que actuamos no es neutral; es un actor invisible, transmisor de mensajes que influyen directamente en cómo las personas se perciben, se relacionan y toman decisiones.
Comprender y actuar sobre este nivel es vital para líderes y gestores. No basta con discursar valores; es indispensable encarnarlos en el entorno. Es decir, crear espacios que transmitan—en su textura, luz y aire—la integridad, la ética y la humanidad que se desea cultivar. De esta manera, el cuidado ambiental deja de ser un costo o detalle, para convertirse en una estrategia de transformación cultural y conductual, reverberando en todos los niveles del sistema.
Esta comunicación ambiental opera como un potente reforzador cultural: moldea emociones, influye en actitudes y guía comportamientos incluso antes de cualquier interacción verbal. Cada aspecto del entorno se convierte en un agente activo en la formación y sostén de la cultura organizacional, dialogando con la psicología social y el inconsciente colectivo.
Comprender y actuar en este plano es esencial para liderar no solo personas, sino espacios que vibran en armonía con los valores deseados, potenciando el desarrollo integral y sostenible de las organizaciones.
Preguntas para reflexión profunda:
• ¿Qué comportamientos has consentido en silencio que ya tejen la cultura a tu alrededor?
• ¿Qué pequeñas revoluciones cotidianas estás dispuesto a liderar para deshacer patrones agotados e inaugurar nuevos posibles?
• ¿Estás preparado para enfrentar las resistencias internas y externas que toda transformación profunda inevitablemente provoca, para convertirte en un agente auténtico de cambio?
También me gustaría incorporar la perspectiva de Robert Cialdini, desde la psicología social, quien analiza cómo las normas implícitas influyen en el comportamiento. Cialdini sugiere que tales normas no solo moldean acciones, sino que generan una presión de conformidad que perpetúa el statu quo. Cuando nadie confronta un retraso o una microagresión, el grupo interioriza: “así son las cosas”. Esto avala tu idea de que la omisión es un acto activo, pero le suma una capa crítica: la presión social puede convertir la permisividad en una trampa colectiva, donde el silencio de uno refuerza el silencio del otro.
Invitación a la acción consciente:
Identifica una tolerancia presente en tu vida u organización que, al ser interrumpida, abriría espacio a un patrón más alineado con tu visión superior. Define tu primer paso no como mera meta, sino como un compromiso existencial—la semilla de la cultura que deseas cultivar: aquella que trasciende lo permitido e inaugura lo posible.
La cultura que toleramos es la identidad que cultivamos
Este artículo no concibe la cultura como un artefacto institucional, una declaración de misión o una norma escrita al margen de la vida real. Es una invitación decidida, pero delicada, a adentrarse en el territorio donde la cultura realmente nace: en las decisiones silenciosas, los gestos omitidos, los permisos que pasan por alto y construyen aquello que más tarde se considera “normal”.
La cultura es comunicación silenciosa. Está en el tono de voz de un líder, en cómo responde un equipo ante un error, en el silencio tras una injusticia, en la disposición de un espacio o en la elección del color de una sala. Está en lo que decimos, sí, pero sobre todo en lo que elegimos no decir. Y esto atraviesa todo: desde lo personal hasta lo colectivo, desde el estagiario hasta el CEO.
Tal vez ahora podamos ir más allá: la cultura también nace de aquello que te atreves a no permitir. Es el reflejo directo de lo que decidimos interrumpir, transformar y co-crear conscientemente.
Las aportaciones de la psicología conductual, de la psicología social ambiental y de las neurociencias evidencian que esta transformación no solo es posible, es urgente. El cerebro es plástico. El entorno, moldeable. El sistema, sensible. Y el ser humano, pese a sus resistencias, es una chispa activa de cambio cuando encuentra sentido y presencia en su papel.
Reflexionar sobre lo que dejamos pasar es, por tanto, un llamado a la responsabilidad existencial. Es reconocer que nuestra identidad—individual y colectiva—se moldea no solo por lo que hacemos, sino por lo que perdonamos sin cuestionar. Los entornos organizacionales, relacionales y sociales se construyen sobre el terreno sutil de microconcesiones, de permisividades cotidianas que, si no se revisan, generan narrativas tóxicas que conducen al agotamiento, la pérdida de sentido y la fragmentación de vínculos.
Pero esta reflexión no es un diagnóstico pesimista, sino una llave para la regeneración cultural. La neurociencia muestra que el cerebro puede reconfigurar sus patrones; la psicología ambiental evidencia cómo los contextos y espacios moldean el comportamiento colectivo; la filosofía nos llama al coraje ético para enfrentar lo invisible, lo incómodo y lo contradictorio de una verdadera transformación.
La pregunta central no es solo qué estamos permitiendo hoy, sino qué tipo de futuro estamos haciendo inevitable con esas permissões. La cultura no se transforma con discursos grandiosos, sino con pequeñas decisiones cotidianas, tomadas con ética, conciencia y responsabilidad.
Comprender y abordar lo que toleramos—en gestos, espacios, estructuras simbólicas y decisiones estratégicas—es un ejercicio vital de liderazgo consciente y auténtico. Es asumir la construcción activa de una cultura que promueva integridad, bienestar, potencia humana y sentido compartido.
Más que una invitación a la reflexión, este texto es un llamado a la acción lúcida: elige con conciencia aquello que ya no estás dispuesto a permitir. Conviértete en el arquitecto de una cultura que transforma realidades, que cultiva dignidad y que revela lo mejor de la condición humana.
Porque, al final, la calidad de nuestras relaciones, organizaciones y comunidades siempre será proporcional a lo que fuimos capaces de tolerar —o de rechazar.
“No siempre es el ruido lo que arruina las estructuras; a veces, es el silencio de las grietas lo que las devasta.” – Marcello de Souza
Lo que toleras silenciosamente hoy puede estar minando, poco a poco, los cimientos del ambiente que deseas construir. Por eso, la omisión nunca es neutral: es un acto. Y cada acto, aunque imperceptible, compone un legado.
Si hay un terreno fértil para el cambio, se encuentra justamente allí: en las microdecisiones que estás dispuesto a revisar, y en los permisos que, finalmente, decides interrumpir.
Invitación al diálogo y a la práctica consciente:
• ¿Cuál fue la última actitud que dejaste pasar y después te diste cuenta de que no deberías haberlo hecho?
• ¿De qué manera tu liderazgo (personal u organizacional) ha contribuido — activa o pasivamente — a la cultura que te rodea?
• ¿Qué pequeña interrupción hecha hoy podría inaugurar una gran transformación mañana?
• ¿Qué resistencias internas (miedo, fatiga, deseo de aceptación) has identificado en ti que te llevan a tolerar algo que no deberías? ¿Cómo las enfrentas?
• En tu experiencia, ¿cuál fue la interrupción de una permisividad que generó la mayor transformación en un ambiente que lideras o habitas?
• ¿Cómo podemos equilibrar el coraje de decir “no” a las omisiones con la empatía necesaria para mantener la conexión humana en contextos de cambio?
Comparte tus reflexiones en los comentarios. Profundicemos juntos este camino hacia la construcción de culturas conscientes, vibrantes y regeneradoras. Y si deseas avanzar con mayor profundidad, estoy a tu disposición para acompañarte en esta travesía de desarrollo.
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CULTURE IS NOT WHAT IS SPOKEN, BUT WHAT IS ACCEPTED
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