MIS REFLEXIONES Y ARTÍCULOS EN ESPAÑOL

ME USAS COMO HERRAMIENTA — Y YO TE USO COMO EXCUSA PARA NO EXISTIR

Existe una forma de habitar las relaciones
Existe una forma de habitar las relaciones que no se manifiesta por el conflicto, sino por su ausencia absoluta. No es la desesperación de no ser uno mismo, ni el tormento de querer serlo — es algo anterior y más insidioso: la disolución de la propia pregunta sobre quién se es, sustituida por la pregunta sobre qué puede hacer el otro por mí. Vivimos la era de la instrumentalización afectiva, donde la presencia humana ha sido reducida a la categoría de herramienta existencial.

Lo que distingue esta modalidad relacional no es la mala fe consciente, sino la tranquilidad con la que se establece. Las personas no mienten sobre sus sentimientos — ellas genuinamente creen que la conveniencia es afecto, que la utilidad es intimidad, que la necesidad es deseo. Han construido un sistema de significados donde la profundidad ha sido reemplazada por la funcionalidad, y nadie nota la diferencia porque todos utilizan el mismo diccionario empobrecido.

Hay una violencia silenciosa en esta forma de relacionarse, más devastadora que la agresión explícita: la violencia de la indiferencia genuina enmascarada como interés pragmático. El otro no es odiado, no es temido, no es siquiera rechazado — simplemente se procesa como un recurso disponible en la economía psíquica personal. Nos hemos convertido en gestores de portafolios relacionales, donde cada vínculo se evalúa por su retorno emocional, social o material.

Lo que hace este fenómeno particularmente complejo es su perfecta integración con el discurso contemporáneo de autenticidad. Las mismas voces que proclaman “sé tú mismo” y “cuídate a ti mismo” han construido un narcisismo operacional que transforma todo encuentro en transacción. Hemos aprendido a llamar autocuidado a lo que es, en verdad, una forma sofisticada de autismo relacional — la incapacidad de reconocer al otro como existencia autónoma que no existe para servir a mi narrativa personal.

La conveniencia ha creado una temporalidad propia en las relaciones: el tiempo de la disponibilidad. No es el tiempo del encuentro, no es el tiempo de la construcción conjunta — es el tiempo de cuando yo necesito. Las personas entran y salen de nuestra conciencia como aplicaciones que abrimos y cerramos según la necesidad. Hay una presencia-ausencia permanente, una forma de estar juntos que es fundamentalmente estar solos en proximidad geográfica o digital.

Lo que se nos escapa en esta arquitectura es que la conveniencia no es solo un modo de tratar al otro — es una forma de aniquilarse a sí mismo. Cuando reduzco todos los vínculos a su utilidad, construyo un mundo donde yo mismo solo existo en tanto función. Me convierto en lo que hago por los otros, en lo que los otros hacen por mí, en lo que consigo extraer o ofrecer. La sustancia del ser se evapora en la superficie de los intercambios.

Hemos desarrollado una capacidad aterradora de simular intimidad sin nunca alcanzarla. Dominamos los códigos de la proximidad — las palabras correctas, los gestos adecuados, la presencia física — pero todo esto ocurre en una capa donde el encuentro real jamás tiene lugar. Es como si estuviéramos en negociaciones diplomáticas permanentes, donde cada parte busca maximizar sus ganancias mientras mantiene la apariencia de colaboración genuina.

El lenguaje de las relaciones contemporáneas ha traicionado su propia esencia. Decimos “estoy aquí para ti” cuando queremos decir “cuenta conmigo mientras yo te necesite”. Hablamos de “conexión profunda” para describir la coincidencia de intereses mutuos. Celebramos “pareja” lo que es, en verdad, una coalición temporal de conveniencias convergentes. Las palabras no mienten porque hemos dejado de distinguir entre su significado original y su uso estratégico.

Hay una pregunta que difícilmente nos hacemos: ¿cuándo decidimos que las relaciones existen para algo? ¿Cuándo naturalizamos que las personas deben “agregar valor” a nuestras vidas? ¿Cuándo transformamos el encuentro humano — ese misterio radical donde dos existencias se reconocen sin necesidad de justificación — en un ítem más de la lista de optimizaciones personales?

La conveniencia opera a través de una lógica de costo-beneficio emocional que ha colonizado hasta los espacios que imaginábamos protegidos. Las amistades se mantienen “porque nunca se sabe cuándo vamos a necesitar”, los romances se sostienen “mientras funcione para los dos”, las familias se organizan en torno a lo que cada miembro puede ofrecer. Construimos redes de interdependencias donde nadie depende verdaderamente de nadie — solo utiliza al otro como andamio para sus propias construcciones.

Lo más perturbador es que esta forma de relacionarse produce su propia validación. Funciona. Es eficiente. Evita sufrimientos innecesarios, protege de decepciones, mantiene expectativas claras. Parece maduro no involucrarse más allá de lo necesario, inteligente preservar siempre una salida de emergencia emocional, saludable no depender profundamente de nadie. Hemos creado toda una psicología de la independencia que es, en el fondo, una celebración del aislamiento disfrazado de autonomía.

Pero hay algo que esta eficiencia no contabiliza: el costo de nunca ser verdaderamente visto. Porque para ser visto es preciso existir más allá de la función, más allá de la utilidad, más allá del rol que se desempeña en la vida del otro. Ser visto exige la valentía de ser absolutamente inútil y aun así permanecer. Exige la vulnerabilidad de no tener nada que ofrecer excepto la propia presencia desnuda, despojada de cualquier justificación pragmática.

La conveniencia mata lo más humano en las relaciones: el riesgo. Todo encuentro genuino es un salto al vacío donde no hay garantías, donde puedo decepcionarme, donde puedo ser transformado de formas que no elegí. La instrumentalización afectiva es, ante todo, una negativa a este riesgo — un intento de domesticar lo impredecible, de controlar lo incontrolable, de administrar lo que solo existe cuando escapa a la administración.

Hemos desarrollado también una forma peculiar de soledad: la soledad en compañía. Estamos rodeados de personas, conectados constantemente, jamás verdaderamente solos — y precisamente por eso experimentamos un vacío que ninguna presencia llena. Porque todas estas presencias son funcionales, transaccionales, condicionales. Nadie está allí simplemente porque sí, porque algo en el encuentro vale por sí mismo, independiente de lo que yo gano o ofrezco.

Lo que se perdió fue la gratuidad del vínculo. Ya no hay espacio para el afecto que no sirve para nada, para el tiempo desperdiciado juntos, para la conversación que no resuelve problema alguno, para la presencia que no agrega ni protege ni facilita — solo existe. Todo necesita tener propósito, función, objetivo. Y en esta economía total de la utilidad, lo propiamente humano — aquello que excede cualquier cálculo — desaparece.

La conveniencia también produjo una forma específica de culpa: la culpa de no ser lo suficientemente útil. Hemos internalizado la lógica transaccional de tal modo que nos sentimos inadecuados cuando no tenemos nada que ofrecer, cuando no logramos resolver los problemas de los otros, cuando nuestra presencia no hace diferencia práctica. Olvidamos que existir ya es ofrecer algo — la única cosa que nadie más puede dar: esta existencia específica, única, irrepetible.

Hay una ilusión de control en esta forma de relacionarse. Creemos que manteniendo distancias seguras, estableciendo límites claros, preservando nuestra independencia, nos estamos protegiendo. Pero lo que hacemos es construir prisiones sofisticadas donde quedamos rodeados de personas que nunca nos alcanzan verdaderamente. La protección se revela como aislamiento, la autonomía como soledad, la claridad como incomunicabilidad.

La relación instrumental crea también una forma peculiar de tedio: el tedio de nunca ser sorprendido. Porque cuando todos los vínculos son predecibles en su funcionalidad, cuando cada persona desempeña el rol esperado, cuando no hay espacio para lo inesperado, la vida relacional se convierte en una repetición infinita del mismo guion. Sabemos exactamente qué esperar de cada uno, qué espera cada uno de nosotros, y habitamos esta predictibilidad como si fuera confort.

Pero existe una dimensión de la existencia humana que solo se revela en lo impredecible, en lo incontrolable, en lo absolutamente inútil. Es en esta dimensión donde ocurre el encuentro real — no el encuentro de necesidades complementarias, sino el encuentro de dos opacidades que no se descifran completamente y precisamente por eso permanecen interesantes. Dos complejidades que no se reducen una a la otra y por eso pueden dialogar efectivamente.

La conveniencia nos robó también la capacidad de permanecer. Nos acostumbramos a descartar lo que ya no funciona, a reemplazar lo que dejó de servir, a actualizar constantemente nuestro círculo de relaciones como quien actualiza softwares. No hay espacio para la travesía conjunta de crisis, para el atravesamiento de fases improductivas, para la permanencia que no se justifica por resultados.

¿Qué sucede cuando un vínculo atraviesa un período de inutilidad mutua? ¿Cuando ninguno de los dos tiene nada que ofrecer al otro? ¿Cuando la relación ya no cumple ninguna función práctica? En la lógica de la conveniencia, este es el momento del descarte. Pero es precisamente este momento el que podría revelar si hay algo allí más allá de la instrumentalidad — algo que persiste cuando todas las razones prácticas desaparecen.

Hemos creado relaciones biodegradables, diseñadas para descomponerse tan pronto pierden utilidad. Y llamamos a esto madurez, realismo, salud emocional. Pero hay una pregunta que evitamos: si todo es descartable, incluyendo a las personas, ¿qué exactamente no lo es? ¿Dónde está el punto de anclaje de la propia existencia cuando hasta los vínculos más íntimos son contingentes a su valor de uso?

La conveniencia también alteró nuestra relación con el tiempo. Vivimos en el inmediatismo de la respuesta útil, de la solución práctica, del resultado medible. Ya no hay tiempo para la maduración lenta de un vínculo, para el desarrollo gradual de la confianza, para la construcción paciente de la intimidad. Queremos relaciones instantáneas, plug and play, que funcionen desde el primer momento o no merecen nuestra inversión.

Pero el encuentro humano profundo exige exactamente lo que más nos falta: tiempo inútil. Tiempo de no hacer nada juntos, de no resolver nada, de no producir nada. Tiempo de simplemente estar, de dejar que algo emerja sin forzar, de permitir que el vínculo revele su propia naturaleza en vez de imponer una función predefinida.

Lo que se perdió fue la paciencia con el misterio del otro. Queremos descifrar rápidamente, categorizar, entender para qué sirve. La opacidad del otro, su irreductibilidad a cualquier esquema, su capacidad de sorprendernos indefinidamente — todo esto se convirtió en un problema a resolver en vez de un misterio a habitar. Preferimos la predictibilidad de la utilidad al imprevisto del encuentro verdadero.

La instrumentalización afectiva creó también una forma de sufrimiento que no sabemos nombrar: el dolor de nunca haber sido amado por nada. Fuimos apreciados por nuestra inteligencia, deseados por nuestra apariencia, valorados por nuestras conquistas, necesitados por nuestra capacidad de resolver problemas. Pero ¿amados por ser exactamente esto que somos cuando todas las cualidades útiles se suspenden? Esto se ha vuelto raro hasta el punto de parecer imposible.

Hay un hambre antigua que la conveniencia jamás sacia: el hambre de ser reconocido en nuestra absoluta singularidad, no como instancia de una categoría útil, sino como esta existencia irrepetible que jamás existió antes y nunca existirá de nuevo. Queremos ser vistos no por lo que hacemos, sino por lo que somos — y descubrimos que hemos construido un mundo donde esta distinción dejó de tener sentido.

La conveniencia nos enseñó a preguntar sobre cualquier persona: “¿qué puede hacer ella por mí?” Pero nos olvidamos de preguntar: “¿quién es ella cuando no está haciendo nada por nadie?” Y más importante: “¿quién soy yo cuando no estoy siendo útil para nadie?” Estas preguntas nos aterrorizan porque revelan que hemos construido identidades enteramente dependientes de la funcionalidad.

La relación instrumental también nos robó la experiencia del cuidado que no espera retorno. Cuidamos estratégicamente, invertimos calculadamente, nos entregamos con reservas. Siempre hay una expectativa, aunque inconsciente, de reciprocidad. Perdimos la capacidad de dar sin contabilizar, de estar presentes sin cronometrar, de amar sin evaluar el retorno de la inversión emocional.

Pero existe una forma de estar juntos que no cabe en ninguna economía de intercambios. Es la presencia gratuita, el afecto que no se justifica, el vínculo que no sirve para nada más que existir. Es en esta inutilidad radical donde lo humano se revela en su dimensión más profunda — no como ser funcional, sino como pura existencia que vale por sí misma, sin necesidad de validación externa.

La pregunta que necesitamos hacernos no es cómo optimizar nuestras relaciones, cómo hacerlas más eficientes, cómo extraer más valor de ellas. La pregunta es: ¿podemos aún concebir un vínculo que no necesita justificarse? ¿Que no tiene propósito más allá de su propia existencia? ¿Que permanece incluso cuando no agrega nada, no resuelve nada, no facilita nada?

Si la respuesta es no, entonces necesitamos reconocer que no estamos solo instrumentalizando a los otros — estamos instrumentalizando la propia posibilidad de encuentro humano. Y en este proceso, nos convertimos también en instrumentos de una lógica que nos atraviesa sin que lo percibamos, reduciendo toda existencia a funcionalidad, todo afecto a transacción, toda presencia a utilidad.

La salida de este laberinto no está en más técnicas de relación, en más estrategias de comunicación, en más optimizaciones del vínculo. Está en recuperar la valentía de ser inútil, de no servir para nada, de estar presente sin justificación. Está en reaprender que el encuentro humano no es medio para ningún fin — es fin en sí mismo. Que el otro no existe para completar mis lagunas, resolver mis problemas, validar mi existencia. El otro existe, simplemente existe, y eso ya es todo.

Necesitamos reaprender qué es estar juntos sin agenda, sin expectativa, sin función predefinida. Reaprender la permanencia que no se justifica por resultados. Reaprender la presencia que no contabiliza tiempo. Reaprender el afecto que no espera retorno. Reaprender que ser humano no es ser útil — es ser, radicalmente, esta existencia específica que se encuentra con otra existencia específica, y de este encuentro nada necesita resultar más allá del propio encuentro.

Mientras no recuperemos esta dimensión no instrumental de la existencia compartida, continuaremos habitando un mundo de presencias vacías, de vínculos funcionales, de encuentros que no encuentran nada. Continuaremos solitarios en medio de la multitud, rodeados de personas útiles pero nunca verdaderamente acompañados. Porque compañía no es función — es gratuidad, misterio, riesgo. Es estar juntos sin saber exactamente por qué, sin poder explicar completamente, sin lograr justificar racionalmente. Y es precisamente en esta injustificabilidad donde reside lo más profundo del humano.

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